Por tu nombre, Señor, dame vida; por tu justicia, sácame de este aprieto. Salmo 143:11, NVI
¿Cuántas veces te ha sucedido esto? Nos levantamos con alegría y con ánimo. Es más, llevamos un día feliz. Entonces, de repente, ¡pumba! Ya sea tu hijo, tu hija, tu esposo, tu jefe, tu compañero de trabajo o incluso alguien que te cerró el camino cuando manejabas, te daña literalmente el día. Una discusión, una injusticia, un mal comentario de alguien que no esperabas, una reacción diferente de tu pareja. De modo que sientes que se te viene todo abajo y se transforma tu día y también tu actitud.
Esa cara feliz que traíamos cambia en de segundos por una cara amargada, quizá con llanto y ganas de decirle a esa persona unas cuantas cosas. En verdad, no queremos expresar palabras de bendición… Ja, ja, ja.
Sin embargo, es ahí donde debe aparecer la otra parte. ¿Cómo debemos reaccionar ante situaciones tan comunes? No podemos dejar que nada ni nadie nos roben el gozo. No podemos permitir que por un momento de ira hagamos o digamos cosas de las que nos vamos arrepentir después.
Siempre hemos escuchado que, cuando te enojes, cuenta hasta diez, respira profundo y medita en las cosas lindas que ya viviste en el día. ¡Eso es todo! Cada día se presentarán momentos que te llevarán al límite de tu reacción. Lo más importante es que no nos quedemos ahí, en las circunstancias, en la incomodad del momento. Por el contrario, debemos pedirle a Dios que nos dé la calma y la paz para seguir adelante. No nos dejemos robar la alegría. Es un regalo de Dios para nuestras vidas.
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