Leer: Mateo 26:17-30
La Biblia en un año: 2 Reyes 1–3; Lucas 24:1-35
Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza… (Hebreos 13:15).
Aunque mi amigo Mickey estaba perdiendo la vista, me dijo: «Seguiré alabando a Dios cada día, porque ha hecho mucho por mí».
Jesús le dio a mi amigo, y a nosotros, la mejor razón para una
alabanza constante. Mateo 26 muestra que Jesús compartió la cena de
Pascua con sus discípulos la noche antes de ir a la cruz. El
versículo 30 revela cómo concluyó la comida: «Y cuando hubieron cantado
el himno, salieron al monte de los Olivos».
No se trataba de cualquier himno; era una alabanza. Durante miles de
años, los judíos han cantado un grupo de salmos llamado «el Halel» en
Pascua (halel es la palabra judía para «alabanza»). La última de estas
oraciones y cantos de alabanza, que se encuentra en los Salmos 113–118,
honra al Dios que se ha transformado en nuestra salvación (118:21). Se
refiere a una piedra rechazada que se volvió la piedra del ángulo (v.
22) y a uno que viene en el nombre del Señor (v. 26). Es posible que
hayan cantado: «Este es el día que hizo el Señor; nos gozaremos y
alegraremos en él» (v. 24).
Al cantar con sus discípulos, Jesús nos dio la mejor razón para
levantar la mirada por encima de nuestras circunstancias inmediatas. Nos
guió a alabar el amor y la fidelidad eternos de Dios.
Siempre eres digno de alabanza, Señor, ¡incluso cuando no siento deseos de alabarte!
Alabar a Dios nos ayuda a recordar su bondad que nunca acaba.
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